En el aeropuerto me temblaban las manos de pensar dónde estaba y adónde iba. Casi podía ver a mi padre a lo lejos, despidiéndose. Sólo una barrera de control y de personas nos separaba. Me hubiera gustado que viniera, pero no podía ser. Por razones de trabajo, debía quedarse en casa.
Y le eché de menos.
Las horas siguientes fueron tranquilas, pero por dentro estábamos ansiosas y nerviosas al mismo tiempo. Cenamos y después, embarcamos.
Hacía tiempo que no viajaba en avión. La perspectiva de volver a hacerlo ahora me inquietaba, porque tengo miedo a las alturas y el viaje era muy largo (12 horas, ni más ni más menos), pero cuando el avión despegó, me sentí más tranquila, y me permití disfrutar de la gran visto que había a mis pies (al menos, lo que pude).
Fueron 12 horas, y como a cualquiera que se aburra fácilmente si no hace algo, se me hicieron eternas. A mitad de camino me dio un mareo y lo pasé mal. Estaba deseando aterrizar.
Y cuando aterricé, fue estar como en otra tierra, en otro mundo.
Mi tía vino a recogernos. Llevaba 15 años sin verla en persona, y la alegría no pudo ser mayor.
Me sentí como una exploradora observándolo todo desde la furgoneta que nos llevó a nuestra nueva casa durante aquel mes y una semana. Lo primero que hicimos, aparte de reconocer cada rincón de la casa, fue visitar a la familia. Hubo presentaciones, recuerdos, hubo de todo.
Mi hermana y yo nos quedamos pensando cuán de diferente era esa vida de la nuestra. Se avecinaba un cambio en nuestra rutina, ambas lo sabíamos, y nos sonreímos dispuestas a pasar el mejor verano de nuestras vidas.
Y eso que el primer día sólo era el principio.
Aún recuerdo cómo fue la semana de preparación de la boda. Salimos unas cuantas veces con nuestros primos, quienes nos enseñaron lo mejor de su barrio: un parque tranquilo donde la gente se reunía en grupo y tocaban con la guitarra. Qué bien lo pasé aquella noche.
Y por fin, llegó el día de la boda. La iglesia era hermosa, deslumbrante, diferente a todas las que había visto en mi país. Parecía un teatro por dentro, para que nadie se sintiera alejado del altar.
Fue una boda nunca antes vista, que me sirvió para valorar las costumbres que tenían allí. No sólo las valoré, sino que también sentí curiosidad por ellas, curiosidad que, no voy a mentir, a veces me mataba. Pero aquello era nuevo para mí, tenéis que comprenderlo.
En el banquete, baile de las que más con mi madre en la pista. Me lo estaba pasando en grande, conocí a muchos jóvenes agradables y simpáticos.
Los días siguientes, mientras mi prima recién casada se iba a disfrutar de su luna de miel, hubo encuentros con más familiares. La frase que más se repetía era "¿Te acuerdas de cuando....?" Pero yo apenas tenía dos años cuando vine por primera vez, ¿cómo querían que lo recordara? Es más, ¿cómo mi memoria se había atrevido a guardar esos recuerdos?
Así que, a pesar de haber estado ya ahí, me sentía como si fuera la primera vez.
Pasaron los días, y mi prima volvió con su marido, y ambos nos regalaron una experiencia inigualable: nos llevaron a visitar el mayor monumento y símbolo de la ciudad de Rio, el Cristo Redentor.
30 metros de altura imponentes, un calor asfixiante y mucha gente extranjera turista como nosotras no fueron impedimento para que me sintiera alucinada. Tuvimos que luchar para sacar unas fotos decentes con tanta gente, pero lo conseguimos, y nos marchamos con buen sabor de boca, aunque yo un poco decepcionada, pues esperaba recorrer la ciudad entera en vez de irnos a casa directamente. Supongo que no se puede tener todo, y es cierto que en aquellos momentos, esa era una misión suicida, con tanto calor. Pero me prometí a mí misma que volveríamos a verla.
Y pasaron los días, y seguimos haciendo cosas: dar paseos por el barrio, visitar los centros comerciales (mucho más grandes que los de mi ciudad natal) y acudiendo al estreno más esperado: el de Harry Potter y las reliquias de la muerte parte 2.
Nunca en mi vida había visto agotarse unas entradas tan rápido como en Rio de Janeiro, pero allí los cines siempre estaban llenos. La cola era inmensa, llegaba hasta la puerta de entrada del centro comercial.
Quizá tuvimos que esperar para ver la película, pero valió la pena, porque la vimos con más ganas.
El final fue increíble. La gente se puso a plaudir y pensé que nunca antes había visto nada igual. En mi ciudad todo el mundo se reprime, pensé. Parecía que estábamos en el avión cuando aterrizó (aunque eso ya se ha convertido en una tradición mundial).
Después de aquello, creí que algún día me lllevarían a conocer el centro de Rio, pero ese día tardó en llegar. Pasaron semanas y cuando ya llegaba la última, tuve una discusión con mi madre, porque yo había venido allí a conocer la ciudad, no a permanecer en casa. Para eso ya estaba mi ciudad. Entonces fue cuando mi tía me preguntó si quería ir al centro con ella, y se lo agradecí.
Visitamos la mítica Copacabana, nos hicimos fotos junto a la guitarra gigante de Rock in Rio, fuimos a Ipanema, el bar donde se originó la canción "Mira que cosa más linda, tan llena de gracia". Vimos el sambódromo, y pasamos en coche junto a algunos lugares que habíamos visto desde el Cristo. Éste, por cierto, se veía desde todos los puntos de la ciudad. Y de noche, iluminado, como si no quisiera que la gente lo perdiera de vista un segundo. Mi hermana y yo nos inventamos un juego: " a ver, ¿dónde está el Cristo ahora? Por la derecha, junto al Pan de Azúcar". Era increíble.
Me sentía como si nunca hubiera salido de mi país, salvo por la gente, el paisaje y el tiempo, demasiado cálido para ser invierno. Y Dios, qué gente. Tan educada, tan amable.... Nada que ver con la que yo conocía.
Y qué decir de la comida: todos los días comía fechuada, el plato típico brasileño. Cómo me gustaba. Y las pizzas, qué ricas... No sé qué les metían, pero tenían un sabor único.
Vi películas hasta hartarme. Mi primo pequeño tenía una televisión con 126 canales, algunos de ellos de cine, y fue los que más usé durante ese tiempo. Vi La huérfana dos veces. Disfruté de El orfanato (me hizo ilusión que pusieran una película española en Rio de Janeiro) y me reí con Niños Grandes, Los Simpson, etc unas cuantas veces.
Visité las favelas, donde vivía una tía de mi madre. Me sentí como si hiciera deporte de riesgo bajando y subiendo por aquellas escaleras tan empinadas. Fui a la playa a tomar el sol y darme un baño, aunque sólo un día.
Hice turismo por Niteroi, una ciudad que estaba al lado de Rio, tan hermosa como ésta. Visité el zoológico, y me habría gustado poder ver el museo de historia, pero no nos dio tiempo, cerraron muy pronto. El zoo fue sin duda la mejor parte de aquel día (el sábado antes de irnos), una despedida en toda regla. Nunca había visto jirafas, leones, lobos....tan de cerca. Animales exóticos que no había visto en mi vida, animales que ya conocía. Y por supuesto, no podíamos irnos de Rio sin ver la película que le daba nombre, Rio.
Me reí mucho con esas aves y la banda sonora me gustó bastante, tanto que me la compré.
Nuestros vecinos tenían unos gatos que enseguida nos cogieron cariño. No fueron pocas las noches que mi tía tuvo que atrancar la puerta porque la gata se quedaba durmiendo en el felpudo, esperándonos a mi hermana y a mí. A nadie en la familia le gusta los gatos, sólo a nosotras. Ellos tienen una perra llamada Sofía, como la reina de España. La llamábamos "pequeña reina" bromeando.
A la gata le pusimos de nombre Duquesa, como la de los Aristogatos, porque se parecía mucho a ella. Tenía un hijo, al que nosotras cuidamos un día que sus padres lo dejaron solo en nuestro portal. Lo llamamos Cuki. Al cabo de unos días, los vecinos se lo dieron a alguien, y fue desde ese momento cuando la madre vino con nosotras, para aplacar la tristeza que sentía por haber perdido a su hijo.
En Rio me llamaron desde España para decirme que había ganado el Premio Extraordinario de Bachillerato de Navarra, e incluiso me llamó el periódico para entrevistarme por teléfono. Todo el mundo se enteró de la noticia, porque ahí éstas vuelan rápido.
No todo siempre fue alegría y diversión en este viaje, pero cuando llegó el día de irnos, no queríamos marcharnos. A todos les regalamos un pañuelo de nuestra ciudad, simbolizando las fiestas. En el aeropuerto se me hizo un nudo en la garganta al abrazar por última vez a mi tía, a mi prima y a su marido, que vinieron a despedirnos.
No pude evitar llorar un poco al embarcar. Nos tocó ventana en el avión.
Al contrario que el viaje de ida, el de vuelta fue exclusivo. Me llevaba conmigo nuevos amigos, una nueva experiencia y recuerdos que sabía que esta vez no iban a desaparecer. Y lo mejor: prometimos volver, de aquí a dos o tres años estaremos visitándolos de nuevo. Quizá sea mucho tiempo, pero eso nos deja oportunidad para hacer otras cosas y prepararnos para el regreso. Yo ya tengo claro cuál quiero que sea mi siguiente destino.
No puedo morir sin haber ido a Londres.
PD: hice un video con fotos de mi viaje a Rio y lo subí a youtube. Mi canas es Naifan93, y el video se titula Rio 2011.wmv
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